La Semana Santa es un momento para caminar y estar con Jesús. Nuestra vida es un caminar continuo. Estamos inmersos en el tiempo y vamos ascendiendo hacia la “Jerusalén del cielo”. Dentro de la existencia humana los padecimientos de Jesús son inevitables; pero en el seguimiento de Jesús son también superables, pues nos invitan a una profundidad y plenitud de vida a la que el hombre íntimamente aspira. Todos aspiramos a una vida plena, pero el paso del tiempo parece arrebatarnos esa plenitud. Abramos los ojos y veamos que con Jesús y en Jesús, ese avanzar por la vida se convierte en un camino de plenitud, de íntima y alegre realización.
Hay momentos en la vida en los que nos llega el cansancio ante la lucha por el bien. Estamos por soltar los brazos. Estamos a punto de rendirnos y abandonarnos al mejor postor. “¡No puedo más. Me abandono!” Que no nos sorprenda el dolor y las dificultades de la vida: son camino de salvación. Que no nos desanime la vejez, la enfermedad, las desgracias naturales, las guerras, las pandemias... hemos de caminar a pesar del mal que parece rodearnos y del que en ocasiones somos víctimas. Por encima del mal y del pecado, está el amor de Dios en Jesús. No dejemos de caminar y caminemos en la Semana Santa haciendo oración más que diversión. Acerquémonos a Getsemaní, no dejemos solo a Jesús, Jesús nunca nos deja solos.
Semana Santa es una semana para la oración. Abre tu corazón y tus ojos, pasa ante nuestra mirada la intensidad de la escena de la agonía en el huerto de los Olivos. Jesús, abrumado por la previsión de la prueba que le espera, solo ante Dios, lo invoca con su habitual y tierna expresión de confianza: ¡Abbá, Padre!. Le pide que aleje de él, si es posible, la copa del sufrimiento. Pero el Padre parece que no quiere escuchar la voz del Hijo. Para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del “rostro” del pecado. “Quien no conoció pecado, se hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él”.
Sólo en la oración podremos conocer, un poco, la profundidad de este misterio. Sentir en la oración el grito que Jesús da en la cruz: “Eloí, Eloí, lema sabactaní?, que quiere decir, ¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?”. ¿Es posible imaginar un sufrimiento mayor, una oscuridad más densa? En realidad, el angustioso “por qué” dirigido al Padre con las palabras iniciales del Salmo 22, aun conservando todo el realismo de un dolor indecible, se ilumina con el sentido de toda la oración en la que el Salmista presenta unidos, en un conjunto conmovedor de sentimientos, el sufrimiento y la confianza. En efecto, continúa el Salmo: “En ti esperaron nuestros padres, esperaron y tú los liberaste... ¡No andes lejos de mí, que la angustia está cerca, no hay para mí socorro!”.
En la oración de la Semana Santa contemplamos como Jesús nos devuelve el rostro del Padre. Qué misericordia ha tenido el Señor con nosotros. Que nadie, pues, se quede sin recibir este abrazo del Padre. En nuestras horas oscuras, cuando sintamos el cansancio de la fe, cuando todo nos parezca obscuro y la angustia haga presa de nuestros miembros, veamos a Jesús en Getsemaní, y digámosle con sincero corazón: ¡no te dejo solo! ¡No, no te dejo solo en tu lucha por la salvación de las almas! Salgamos de esa oración con el alma ardiente y dispuesta a dar testimonio de Jesús y sus intereses. No reduzcamos nuestra misión cristiana a nuestras pobres miradas, cuando Jesús nos pide estar con Él en lo más duro de la batalla. Que esta Semana Santa no sólo sea descanso y diversión, sino también una pausa en el camino para orar, para aprender a caminar y estar con Jesús.
Santa María Inmaculada, de la Dulce Espera, Ruega por nosotros.
P NOEL LOZANO: Sacerdote de la Arquidiócesis de Monterrey. www.padrenoel.com; www.facebook.com/padrelozano; padrenoel@padrenoel.com.mx; @pnoellozano