Hoy contemplamos en las lecturas la llamada a ser "luz", como parte de la vocación del cristiano. Lo hacemos bajo una nueva perspectiva: el cristiano es luz y debe iluminar a los hombres con el amor y la caridad. El profeta Isaías nos dice que nuestra obscuridad se volverá luz cuando practiquemos las obras de misericordia y no cerremos nuestra alma a los sufrimientos de los necesitados; a Dios le son agradables las obras de caridad, no podemos decir “Señor creo en ti” y dejar sin pan o una sonrisa del corazón al hermano que toca la puerta. Pablo en la primera carta a los corintios habla de una caridad aún más profunda: predicar la Palabra de Dios sin buscar la vanagloria humana, predicar a Jesús con palabras sencillas. El Evangelio nos ofrece tres metáforas que muestran que el cristiano debe sentirse comprometido con el mundo y no puede mantener la mirada ausente y distraída. Debe ser la luz que ilumina; debe ser la sal que no puede perder su sabor; debe ser la ciudad colocada a lo alto, que orienta y anuncia el camino.
En estos tiempos debemos reflexionar mucho en nuestro compromiso cristiano con los demás. El amor cristiano que no se reserva, ni se recluye en el propio egoísmo, o en el miedo al sufrimiento, o en el propio interés, es un amor auténtico y libre. Como cristianos tenemos un compromiso serio con los que sufren y con los mas desfavorecidos, no podemos caminar con una actitud de descarte o indiferencia. La fe se fortalece en el amor y con acciones concretas en nuestro entorno.
Las complicadas situaciones que hemos vivido, en los últimos tiempos, nos obligan a una reflexión sobre el sentido de la vida humana y sobre la tarea que, como cristianos, nos corresponde desempeñar en este mundo. El deseo natural del hombre de entender, al menos confusamente, el sentido de su vida, de su acción y de su muerte, se ha agudizado dolorosamente por la amenaza de una derrota total de la civilización. Es una realidad que después de este periodo complicado de pandemia, el sentido religioso del hombre se ha acentuado. El hombre busca un apoyo que dé seguridad a su existencia. Se trata de un momento interesante de la historia en el que los cristianos podemos dar una respuesta, una indicación, un testimonio que dé esperanza y razones para seguir viviendo.
Ser luz es hacerse don para los demás. Hay personas que por su caridad sin límites cautivan nuestro aprecio y estima. Son sacerdotes, religiosos, hombres y mujeres consagrados, laicos... que viven en actitud de servicio desinteresado a los demás. Son personas que encontramos en los hospitales, en los hogares, en la escuela y en las fábricas, profesores y trabajadores, etc. Su caridad, a pesar de sus fallos personales, no tiene límites. Por una parte debemos abrir nuestros ojos a esta realidad y descubrir todo lo bello y bueno que hay en el mundo. Pero por otra parte, conscientes del mal y del pecado que acechan el corazón humano, debemos sentirnos llamados personalmente: ¿Soy yo también luz para mis hermanos, para las personas que conviven conmigo? ¿Soy sal que da una razón para vivir? ¿Mi vida es realmente un don para los demás? ¿Me doy cuenta de que mi vocación innata es el amor y mientras no ame estaré en la obscuridad, en la tristeza y desesperación?.
El gran peligro que nos acecha está dentro de nosotros y tiene un nombre: egoísmo. Cada uno, ante las amenazas de esta vida moderna, debería redoblar esta convicción interior: yo tengo una misión en esta vida y esa misión es el amor. En mi familia, en mi trabajo, en la construcción de la sociedad civil, yo debo ser fermento de vida cristiana y de amor cristiano. Cada día, cada minuto que yo deje pasar por egoísmo o pereza, será un día perdido, una ocasión fallida. Por el contrario, cada acto de amor y caridad que yo haga, hará grande al mundo, revelará el rostro de Dios. Todos tenemos esa vocación, ese compromiso de ser luz para los demás, una fe sin obras, sin amor y sin luz es una fe muerta.
Santa María Inmaculada, de la Dulce Espera, Ruega por nosotros.