“Sé que es casado, pero estoy perdidamente enamorada de usted”. Llorosa, tremulosa, ruborosa, la linda secretaria le confesó a su jefe ese íntimo secreto de su corazón. El jefe le dijo al tiempo que la tomaba por los hombros y la miraba fijamente a los ojos: “Dígame, Dulcibel: ¿le gustaría tener una relación clandestina a espaldas de Dios y de la sociedad? ¿L gustaría reunirse conmigo furtivamente en bares de segunda a la orilla de la ciudad? ¿Le gustaría que fuéramos a uno de esos moteles donde toda pasión sexual tiene su asiento y todo pecado de la carne hace su habitación?”. Dulcibel, avergonzada, respondió confusa: “No. No me gustaría”. “Qué lástima -dijo entonces el jefe-.
En fin, era sólo una sugerencia”. Se vivían los tiempos de la Revolución. No de aquella que inició Madero (“¡Ay, Panchito! -se cuenta que le dijo una vieja criada de su casa-. ¡No supites lo que hicites!”), sino de las asonadas que siguieron, aquellas llenas de asesinatos y traiciones, las de quítate tú para ponerme yo. Un muchacho, hijo único de su madre viuda, le anunció que se iba a la bola. La señora, atribulada, trató de disuadirlo de su intento, pero el mancebo, ansioso de aventuras, se mantuvo firme: iría a luchar por la libertad y también para ver si algo sacaba “en el manoteyo”. La acongojada madre, entonces, lo hizo ponerse de rosillas, le dio su bendición y le puso al cuello un santo escapulario que -le dijo- lo protegería de todos los peligros. Luego le preguntó con quién se alistaría.
El muchacho le dio el nombre de un jefe famoso por sus prudentes retiradas. “Deque p’acá el escapulario -le dijo entonces la señora-. Con ése no lo va a necesitar”. (Del mencionado revolucionario se decía que ante la posibilidad de toparse con el enemigo instruía a sus hombres: “Si son muchos corremos. Si son pocos nos escondemos. Y si no es ninguno ¡adelante, mis valientes, que pa’ morir nacimos!”). Con semejante cautela, a más de con habilidad y prudencia actuó Ricardo Monreal cuando evitó que se pasara a votación en el Senado la iniciativa para alargar la presencia del Ejército en las calles. Sin los votos de sus partidos patiños -el PT, el Verde, el PRI- Morena habría perdido esa votación.
El haber devuelto a comisiones la iniciativa le permitirá a López Obrador adquirir algunos votos más -no quise usar el verbo “comprar”, que suena demasiado sonoro- y ganar finalmente la votación. Me es penoso augurarlo, pero ya veremos cómo AMLO se saldrá con la suya. Hacer tal vaticinio no es aventurado: López Obrador siempre se sale con la suya. Aunque, pensándolo bien, en lo que hace a la lucha contra el crimen organizado, y a la seguridad de los ciudadanos, en la mayor parte del territorio nacional da lo mismo que la milicia esté en la calle o no, pues los resultados del combate contra la delincuencia han sido bastante magros.
Lo que habría que hacer sería propiciar la formación de corporaciones policíacas locales con elementos bien entrenados, bien armados y bien controlados por la autoridad civil para que no caigan bajo el influjo de los malos, y sacar al Ejército de sus cuarteles sólo en casos de necesidad extrema. Por su esencia la sociedad civil debe ser así: civil. Y para terminar esta peroración, que ya se alarga, nada mejor que usar una frase del inglés William Inge: “Un hombre podrá hacerse un trono con bayonetas, pero no podrá sentarse en él”. Glafira le confió a doña Holofernes, su mamá: “Anoche perdí la virginidad”. La señora estaba viendo su serie. Sin levantar la vista de la pantalla le preguntó a su hija: “¿Ya la buscaste abajo de la cama?”.
FIN.