DEP Don Terminio vivía sus últimos instantes. Le dijo a su mujer: “Tengo una confesión que hacerte. Últimamente me hice amante de una mujer. En ella gasté todos nuestros ahorros. Le compré una casa de lujo, un coche último modelo, joyas de lo más caro.”. La señora lo interrumpió: “No hables. Tranquilízate. Deja que el veneno haga su efecto”.
Mal hacemos al ofendernos cuando alguien nos dice: “¡Animal!”. Razón tendría un animal para ofenderse si alguien le dijera: “¡Hombre!”. Animales somos los humanos, ciertamente, pero en nosotros no reside la inocencia que hay en las demás criaturas. La maldad que en los hombres alienta no existe en los otros animales. Es falso que el hombre sea el lobo del hombre: el hombre es el hombre del hombre. El lobo, el león, el tigre, todos los animales a los que llamamos feroces no lo son. Cumplen su instinto, que es el de vivir, y si matan es para comer.
En el hombre, en cambio, hay eso que se ha llamado “el pecado original”, el cual llevamos por el sólo hecho de ser hombres, de tener un arbitrio libre que lo mismo puede inclinarnos hacia el bien que hacia el mal. Advierto que me estoy perdiendo en elucubraciones que ni siquiera puedo expresar bien. Recuerdo, sin embargo, aquella expresión que de niño oí en el colegio: “El hombre es el rey de la creación”. Si lo es será a la manera de los monarcas que Shakespeare describió en sus tragedias: un rey demente cuya locura destruye todo lo que en su torno vive, y que acaba por destruirse a sí mismo. Digo esto a propósito del suceso acontecido en un poblado de mi natal Coahuila, donde un grupo de personas tan insensibles como ignorantes maltrataron a una osezna hasta el punto de quitarle la vida.
El pequeño animal tuvo el infortunio de acercarse, quizás en busca de alimento o de agua, al sitio donde habita esa feroz criatura, el hombre, y el resultado fue una muerte cruel acompañada de tortura. Eso sucedió en un ejido vecino de Castaños, poblado cuya gente es tranquila y laboriosa. Sería injusto que el nombre de ese lugar coahuilense sufriera desdoro por la acción de unos cuantos inconscientes. Permítanme mis cuatro lectores traer a cuento un recuerdo personal a fin de aligerar el peso -y el pesar- de mis disquisiciones. 18 gloriosos y confusos años debo haber tenido cuando, oh sorpresa, recibí una invitación para declamar -así se decía: declamar- en el salón de actos anexo al templo de San Juan Nepomuceno en mi ciudad, Saltillo.
El obispo de la diócesis cumplía años, y se iba a celebrar en su homenaje una velada literario-musical. Yo me sabía puros impuros poemas de cantina: las tremendas leperadas de Pichorra, desfachatado versificador meridano; los lacrimógenos versos de Rivas Larrauri; las oscuras tragedias de Felipe Guerra Castro: “En un charco de sangre ahí estaba tendida, para siempre callada, para siempre dormida.”. Pero declamar ante Su Excelencia era un honor. Me aprendí al galope “Los motivos del lobo”, de Darío, y los dije sin faltar uno solo ante el dignatario, quien al final de mi actuación me llamó a la mesa desde la cual presidía la velada y no sólo me felicitó, sino además me dio su bendición episcopal. Obra de Dios que el público no me pidió un bis, pues en el dicho poema franciscano se agotaba mi repertorio de decencias. Escribió Darío: “En el hombre existe mala levadura. mas el alma simple de la bestia es pura”. Tenía razón. Los poetas, que no son gente razonable, siempre tienen la razón. “Me acuso, padre -le dijo el penitente al padre Arsilio-, de que anoche le hice el amor tres veces seguidas a una mujer que no es mi esposa”. El buen sacerdote le preguntó, molesto: “¿Vienes a confesarte o a presumir?”.
FIN.