“¡Eres un pendejo, Juan!”. Eso le dijo un tipo a otro en la cantina tomándolo por las solapas. Aparte de ese adjetivo le espetó en la cara otros igualmente denostosos; “¡Y además eres un güevón, un irresponsable, un sinvergüenza, un mentiroso, un ratero y un cabrón!”. Dicho lo anterior el insultador sujeto se alejó tartajeando más dicterios. Los amigos del insultado le preguntaron con enojo: “¿Por qué no te defendiste? ¿Por qué no contestaste a sus injurias? ¿Por qué no le dijiste que ni siquiera te llamas Juan? ¿Por qué no lo golpeaste?”. Respondió el otro: “Porque todo lo que me dijo es cierto. ¿Iba a golpearlo nomás por decirme Juan?”. Lord Highass estaba más sordo que una tapia de la casa de Beethoven. Iba en el tren con su hijo mayor, y entró en el compartimiento un hombre de la misma edad del caballero. “Permítanme presentarme -les dijo-. Soy lord Pricko, originario y vecino de Hogshire”. “¿Qué dijo? ¿Qué dijo?” -le preguntó lord Highass al muchacho. Le gritó éste al oído: “Dice que es lord Pricko, de Hogshire”. Le dijo en voz baja el sordo señor: “De ahí es tu mamá. Pregúntale si la conoció”. El hijo hizo la pregunta: “¿Conoció usted a Madylin Goodrump?”. “¡Ah! -exclamó lord Pricko-.
¡Old Madie! ¡Claro que la conocí! Y bíblicamente además, pues tuve amores íntimos con ella, lo mismo que más de la mitad del pueblo. Era la mujer más ardiente que en mi vida he conocido. Hacía de todo. A nadie le negaba nada”. Preguntó con ansiedad lord Highass: “¿Qué dice? ¿Qué dice?”. Respondió el muchacho: “Dice que no la conoció”. Pasmasio y su esposa hicieron una fiesta en su casa, e invitaron a amigos y compadres. A la mitad del sarao el anfitrión advirtió que su mujer no andaba entre los invitados. Fue a la cocina y no la halló; fue al jardín y a la terraza y tampoco la encontró. Se dirigió a la alcoba. Ahí sí estaba la señora, entrepernada en el lecho con uno de los asistentes a la fiesta. Pasmasio llamó a los invitados. “¡Vengan a ver esto, amigos! -les dijo divertido-. ¡Mi compadre Pitongo anda tan borracho que cree que soy yo!”. No diré que me entristeció la muerte de Gorbachov.
Mis tristezas no llegan tan lejos. Diré, sí, que siempre me agradaron sus políticas conciliatorias y el modo como entendió la realidad de su país y de su tiempo. Los cambios que introdujo fueron una considerable aportación a la paz del mundo. Fue, no cabe duda, una de las más importantes figuras de su época. Ahora que un loco desatado rige a Rusia, un personaje como él luce con más méritos. Los líderes que actualmente miran al pasado en vez de mirar hacia el futuro, que dividen en lugar de unir, que lejos de conciliar, de negociar acuerdos, provocan inútiles conflictos y se encierran en las cuatro paredes de su palacio para no abrirse al mundo y a la modernidad, esos dirigentes deben conocer la vida y obra de ese gran dirigente que transformó para bien a su país y lo puso en un camino nuevo. Y ya no digo más: estoy empezando a entristecerme por la muerte de Gorbachov. Tirola, mujer en flor de edad, casó con don Ruguito, señor octogenario.
La desposada no tomó ningún anticonceptivo, pues pensó que la avanzada edad de su provecto cónyuge no lo hacía apto ya para la paternidad, Sucedió, no obstante, que al regresar de la luna de miel Tirola experimentó los inequívocos signos de estar in the familiy way, como dicen los americanos, o sea embarazada. Una prueba casera de farmacia y luego una presurosa visita al ginecólogo confirmaron sus temores. Hecha una furia tomó el teléfono y llamó a su esposo: “¡Viejo verraco! -le reclamó indignada-. ¡Me embarazaste!”. Preguntó don Ruguito: “Perdón: ¿quién habla?”.
FIN.