Afrodisio Pitongo, galán concupiscente, llevó en su automóvil a Dulciflor, muchacha ingenua, al solitario paraje llamado el Ensalivadero, y ahí tuvo lugar, de común acuerdo, el consabido trance. Momentos después la arrepentida chica le afeó al avieso seductor; “Lo que acabas de hacer conmigo no tiene nombre”. “¡Uh! -replicó el cínico Pitongo-. ¡Es una de las actividades humanas que más nombre tiene!”. (En México se han usado, entre otras expresiones, “desgastar el petate”, “realizar el H. Ayuntamiento” y “fatigar el catre”).
En los tiempos de la dominación priista el Presidente en turno retrasaba lo más posible el destape de quien lo sucedería en el cargo, pues una vez que el tapado era dado conocer toda la clase política se iba con él -”la cargada”, se llamaba eso-, y el todopoderoso señor que lo había designado quedaba en soledad y a oscuras, sin una desgraciada veladora que lo iluminara, no digamos ya un reflector. El resto de su sexenio, hasta entregar la banda presidencial, lo pasaba en su despacho o en su casa papando moscas, convertido en un don nadie, él, que había sido un don todo.
Moría el rey para que el rey viviera. Ese ritual, repetido sin sobresaltos cada seis años, dio a México una larga era de tranquilidad política interrumpida sólo de vez en cuando por algún brote de disidencia social prontamente reprimido. No había democracia, ciertamente, pero nadie la demandaba, salvo los idealistas de Acción Nacional, apóstoles a quienes la gente juzgaba un poco locos. “Hay tres clases de pendejadas -se decía-: sembrar de temporal, jugar a la Lotería y votar por el PAN”. Los otros apóstoles, los de la izquierda, tampoco suspiraban por la democracia. Ellos querían la dictadura del proletariado.
Hubo luego, sin embargo, una especie de despertar de la gente. No se dio, pienso, en el 68: se produjo con los terremotos del 85, cuando los habitantes de la Capital se organizaron al margen de los gobernantes, que se mostraron omisos e ineficaces. Los ciudadanos enfrentaron solidariamente la tragedia. En mi opinión ése fue el primer germen que originó en la ciudadanía el anhelo de un cambio que se fue fraguando lentamente. Luego en el 97, el PRI perdió su mayoría absoluta en el Congreso. Durante las semanas anteriores a esa crucial elección yo escribí diariamente en mi columna: “Un voto por el PRI es un voto contra México”.
El haberle quitado al Gobierno, representado por entes como Bartlett, el control de los procesos electorales con la creación del IFE fue el signo más evidente del surgimiento de esa democracia tan largamente deseada y que al final fue promovida tanto por las izquierdas, alejadas ya del comunismo soviético, como por las derechas, apartadas ya del sectarismo religioso. (“No les diré por quién votar -predicaba un padrecito en misa-, pero les recuerdo que el azul y el blanco son los colores de la Virgen”). Ahora López Obrador, izquierdista muy de derecha quien llegó a Presidente por obra de la democracia, atenta contra ella con la creciente militarización del país y con sus permanentes ataques al Instituto Nacional Electoral.
Tan poderoso se siente AMLO que no le importó dar a conocer con notoria anticipación los nombres de sus posibles sucesores, a quienes llama, no sin cierto asomo de desdén, sus “corcholatas”. Desde luego ninguna nostalgia siento por el PRI; lo combatí desde que empecé a escribir en los periódicos. Ahora rompo quijotescas lanzas contra otra forma de dictadura, ésta muy imperfecta y ejercida sin recato alguno: la que encabeza el Presidente más antidemocrático que hemos tenido desde los tiempos de Díaz. No Ordaz. El otro.
FIN.